allí nomás, metros más al sur, el desvío hacia el oeste de la Ruta 40 (Ruta Prov. 40 que no es la célebre ruta que atraviesa el país), de ripio y consolidada, infinita en medio del desierto. Se accede por ahí a Abra Late y El Aguilar, y casi en toda su extensión ladea por el extremo este a la Laguna de Guayatayoc, que es mitad laguna y mitad salar.
Tras dos horas por esta ruta llegamos al Salar. Luego con la intersección con la ruta 52, ésta de asfalto. Allí, en ese punto y hacia el sur y hacia el oeste, nacen las increíbles Salinas Grandes.
Todas las fotos, todas esas postales son ciertas. Parece un lago congelado con el Nevado de Chañi al fondo, pero es sal. El blanco encandila y los que trabajan allí cubren todo su cuerpo y utilizan anteojos para sol. Los labios se resecan en poco tiempo y las piedras de sal son las reliquias que alguna vez los indios de La Puna intercambiaban por maíz con los del Valle Calchaquí. El oro Blanco. El verdadero Oro Blanco. La Sal. Aquella apreciada por muchos y tan valiosa que de su nombre, sal, nació la palabra “salario”. Una onza de sal era en el desierto de Arabia, más preciada que el oro. Bajamos las bicicletas y anduvimos por las salinas un poco. Las horas corrían y el mediodía nos apuró a dejarlas y volver a la ruta 52, por allí al oeste nos esperaba Purmamarca para el almuerzo.
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